El viaje mítico III
La aurora es para nosotros un “fenómeno”, un algo que se conoce y analiza, al que se le puede efectuar, pongamos, estudios de refracción y reflexión de la luz; o del que se puede decir: es el referente de la expresión “la salida del sol”, la que, a su vez, podemos historiar, comprendiendo sus resonancias míticas, o usar como una fórmula trivial.
Para los primeros pueblos, más remotos que los griegos y los latinos, que los indios, persas e iraníes, que los góticos y los celtas, Aurora era la ancha puerta por donde volvía Sol, luego de su inquietante desaparición en las cavernas de la noche.
Imaginemos a estos hombres, que se llamaron arios, lejanos en el tiempo, esperando que cada mañana se repitiera el milagro de la luz. ¿Volvería Sol otra vez? ¿O se habría quedado atrapado en las profundidades, detenido por una intriga o, peor, una desgracia?
Una vez que Sol aparecía, pensaban en él como un enamorado que se encuentra con su novia y la abraza ardientemente. El gran acto cósmico del retorno de Sol de las extensas tierras de la noche era una obra de amor, que los pueblos posteriores llamarían Eros y harían responsable de la creación del mundo. Eros se identifica así con el sol naciente, y ambos se representan como niños.
Sol retorna por amor a Aurora, para luego levantarse y abandonarla (quizá matándola). Ulteriormente, Zeus, cuyo culto absorbió el solar, hará lo mismo con sus numerosas amantes. Transfigurado en un toro blanco y brillante, correrá de oriente a occidente con la bella Europa sobre el lomo. “Europa”, que para ciertos sabios es uno de los nombres de “Aurora”.
Otro de los apelativos de ésta fue probablemente Eurídice, esposa de Orfeo, el músico divino. Eurídice murió picada por una serpiente (“la serpiente de la noche”, precisa Max Müller) y descendió al inframundo, a donde Orfeo, una figura solar, fue a buscarla. Gracias a la excelsitud de su música, conmovió a los demonios y les pidió permiso para llevar a su amada a la superficie, lo que le fue concedido con la condición de que nunca mirase hacia atrás. Pese a sus esfuerzos, Orfeo (Sol) no pudo cumplir esta condición, sino que se volteó en el instante mismo en que Eurídice (Aurora) llegaba a la luz. Y entonces ella desapareció.
Un toro surcaba el cielo diurno de los pueblos antiguos; por eso Sol era dueño de vacadas como la que carnearon los hombres de Ulises en la Odisea, acción infame que los condujo a la muerte. Después fue un caballo, una “cabeza (equina) que brilla”, y al final un carro tirado por cuatro briosos corceles, esto es, una cuadriga, el más sólido y majestuoso de los transportes romanos.
La pérdida de importancia del culto solar causó que Helios o Hiperión o Sol o Febo, en fin, el responsable del carro de fuego, dejara de hacer el periplo por decisión propia, acicateado o desanimado por el fervor y las faltas de los hombres, y tuviera que conducir el carro de fuego como un esclavo su remo, es decir, por orden de los dioses superiores, que ya eran los olímpicos. Eventualmente esta divinidad menor se fusionaría con uno de ellos, Apolo, dios de la luz.
Y, sin embargo, el peligro de que Sol no hiciera lo debido siempre estuvo presente, como recuerda el mito de Faetón, hijo mortal de Helios, que un día le pidió a éste que, en señal de distinción y amor, le permitiera conducir los caballos flamígeros. Helios cometió el error de concedérselo y entonces Faetón, perdiendo el control del divinal transporte, incendió la mitad de la tierra y la mitad de los cielos. Y habría hecho más si Zeus no lo fulminaba antes con su rayo.
El mito resulta transparente: establece quién manda, en última instancia, en el sistema religioso, pero también muestra que este Señor debe compartir su poder con otros que lo acompañan y sirven.
Aurora no envejece, pero hace envejecer a todos los que pasan por sus brazos (todos lo hemos comprobado). Si estos son inmortales, se vuelven tan viejecitos que al final desaparecen; uno de ellos –esto se me antoja muy ingenioso– se convierte en grillo… La idea del envejecimiento infinito, es decir, de la inmortalidad que no va acompañada de la juventud eterna, ilustra muy bien, con su espanto, una constante del pensamiento antiguo: no hay milagro sin trampa.
Esta concepción también antecede a los griegos. Los primeros pueblos, conscientes como eran del renacimiento solar de cada mañana, también lo eran de la extinción de la luz al final del día y del año. Por eso en todas las mitologías existen cuentos sobre la muerte de un héroe en el solsticio de invierno. La fiesta de alivio por el regreso del sol invernal (la resurrección del héroe), que se celebra pocos días después del solsticio, ha llegado hasta nosotros y continúa siendo la más importante que tenemos.
No hay milagro sin trampa, porque no hay vida sin muerte. Porque el sol llega y se va. Porque habrá una aurora que ya no veamos.
Los pueblos clásicos, de Homero y Hesiodo adelante, poco sabían de estos antecedentes arqueológicos, que recién descubrió la filología moderna. Ellos seguían su religión como los creyentes de hoy la suya, es decir, sin cuestionarla desde la razón; como Sócrates les recomienda expresamente en el Fedro. A un católico no se le ocurre pensar, mientras reza en Pascua, que la resurrección de Jesús implica también la del sol.
Es posible que las élites griegas, como ya dijimos hace poco, citando a George Steiner, tuvieran presente que estos relatos hablaban de lo sagrado de forma metafórica, igual que un católico piensa hoy del Génesis. Pero también hubo algunos pensadores racionalistas que dieron un paso más allá (de ahí que Sócrates necesitara advertirnos sobre ellos), lo que inspiraría grandemente a nuestra época. Tenemos por ejemplo a Demócrito, filósofo materialista, o a Jenofonte, que en sus viajes descubrió que había tantos dioses como pueblos, y que los dioses solían parecerse a los pueblos que los adoraban.
¿Fernando Molina nos plagia?
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