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viernes, 11 de febrero de 2011

Metamorfosis

El viaje mítico II


La lechuza es el ave de Atenea-Minerva. Resulta de la transformación plumífera de una muchacha que, dice Ovidio, “había ultrajado el lecho de su padre” y fue castigada. Nótese que la culpa del incesto no recae sobre el padre, como sería normal en nuestra época, sino sobre la hija, es decir, la mujer. Coincidentemente, una de las principales hipótesis de Robert Graves es que los mitos griegos interpretan y sancionan la transformación de las colectividades y religiones europeas más primitivas, que eran matriarcales, en un nuevo mundo dominado por varones. Hesiodo canta la predominancia de una dinastía de dioses masculinos: Urano-Cronos-Zeus.

Sin embargo, el viejo poder de las mujeres todavía tiene cierta vigencia en estos mitos, lo que habla de la sociedad que los concibió y de la que, posteriormente, los veneró como explicaciones de sus orígenes. Al fin y al cabo, Minerva escoge a la lechuza, encarnación de la mujer que se sube a los lechos que no debe, como su símbolo. No a otra ave. Cierto es que esta elección se cumplió luego de la degradación de la corneja, que antes era el “ave oficial”, por haber cometido el grave error de mirar a la diosa de la sabiduría mientras abandonaba en un bosque al hijo que había tenido con Hefestos, del que nadie, ni siquiera la humilde corneja, debía saber, ya que uno de los atributos de la sabiduría debía ser la virginidad.

Como por otra parte parece obvio…

Aunque a veces se supone que Minerva concibió sin sexo, sin duda la virginidad mítica no es la de María, una condición pasiva que no se pierde ni aun con la concepción, o que se amuralla tras un convento; sino de un estado vulnerable y amenazado por el que hay que pelear y sufrir. Una legión de dioses violadores ronda por los solitarios y sombreados valles… Al mismo tiempo, muchas diosas y ninfas, siempre vinculadas con la titánide Febe, la luna, pretenden seguir el ejemplo de Diana, cazadora que jamás será cazada, que aborrecía el sexo tanto como amaba la soledad (o la compañía de otras mujeres).

Lo que por otra parte también parece obvio, en un tiempo en el que el sexo conducía automáticamente a un marido y, sobre todo, a una prole que había que cuidar para siempre, y para siempre jamás. Si María simboliza el recatado y a veces devoto y hasta exaltado sacrificio, todavía hay en el paganismo un espacio para la mujer independiente, aunque sea un espacio de fronteras tenues y muy asediado por los divinales rijosos, que parecen desesperados por hollar los últimos territorios en los que aún no imperan.

Dafne prefiere convertirse en laurel que yacer –por decirlo con el eufemismo clásico– con Apolo, que desde entonces quedará vinculado a este árbol, del que seguirá enamorado; Siringue se transforma en las cañas de la ribera de un río, a fin de evitar ser conocida –para usar el eufemismo bíblico– por Hermes. Frustrado, el dios observa que el viento hace llorar a esas cañas y con ellas inventa la zampoña.

El caso de Calisto es aún más triste. A ella la solicita el propio Zeus, que no persigue a sus víctimas como los otros, lobos tras una liebre por medio del campo, corriendo y maniobrando para acercarse a la distancia suficiente como para lanzar una dentellada, que sin embargo falla por un pelo: la víctima se escabulle a través de un hueco. Zeus es el más astuto de los dioses en materia de sexo deshonesto y prefiere los disfraces. Así que, sabedor de la consagración de Calisto a Diana, se transfigura en ésta y, metamorfoseado, seduce a la muchacha hasta un punto en el que, ya convertido en quien de veras es, ella no puede escapar.

El castigo de Calisto por haber caído en tan eficaz trampa divina será terrible: la descubren Diana y su corte de ninfas lunares mientras todas se bañan juntas, bajo la mirada de los sátiros; la expulsan y destierran y mientras vaga comprende que, para colmo, en el vientre lleva un hijo de Zeus, el rey de los dioses, el que maneja el rayo, pero al mismo tiempo corre ante los gritos y enmudece ante los abusos de su mujer Hera. Ésta, como diosa del matrimonio, se ensaña contra las amantes mientras a su marido lo perdona siempre, fundando así el más insidioso cliché machista de los siguientes 2.700 años.

Hera convierte a Calisto en una osa que entiende su situación, que ama y tiene necesidad de afecto, pero no puede emitir más que gruñidos y dar zarpazos; su hijo llega a ser un pastor que, desconociendo de quién se trata en verdad, escapa un día de los torpes intentos de su madre por acercársele, lo que lleva el dolor de ésta a su punto máximo. Ese día Calisto brama de tal forma que conmueve el frívolo pero no del todo indiferente corazón de Zeus, quien pone a esta osa y a su hijo pastor en el cielo, convirtiéndolos en las constelaciones Osa Mayor y Boyero.

Tales eran las creencias de los antiguos. Georges Steiner y otros creen que ellos se las tomaban medio en broma, porque estos dioses tan parecidos a los hombres eran evidentemente literarios, una forma de ilustrar y personalizar las oscuras y –ellas sí– implacables fuerzas de la naturaleza y el destino.

Pero Socrates fue condenado a muerte por herejía, hecho que aprovechó el que hablara en demasía de un “demonio” que le explicaba personalmente lo que debía y no debía hacer. Probablemente esta acusación fue un medio para prohibir la sujeción de un individuo a su propia conciencia, incluso cuando esto lo pone en contra de la mayoría nacional. El nacionalismo y la democracia autoritaria que se expresaron en el juicio de Sócrates nunca dejarán de hacer esto mismo. La ortodoxia religiosa siempre ha servido y complementado al dominio político sobre las personas.

Sin embargo, hay ortodoxias y ortodoxias. Una religión en la que los elementos se desatan por orden de voluntades contradictorias entre sí, y en el que las vicisitudes históricas son una continuación de la chismografía del Olimpo, en suma, en la que la divinidad asume la forma de una asamblea de todopoderosos, corresponde sin duda con las sociedades que inventaron la democracia y la república. En cambio el monoteísmo, la fe en un Padre siempre sabio, siempre íntegro, siempre acertado, traslada al plano mítico las instituciones humanas de la autocracia y el absolutismo.

El cristianismo se esforzó por “moralizar” esta seguidilla de traiciones, arrebatos de lujuria, delitos de cama y crueldades sin tasa que llamamos mitología. Un esfuerzo pechoño que tuvo una consecuencia benéfica: gracias a él muchas de las obras originales, que de otra forma hubieran

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