La revolución se deriva en una las salidas caudillistas de siempre.
La decisión oficialista de propiciar la segunda reelección de Evo Morales en 2014 ha sorprendido poco. Se sabía que el proceso boliviano seguía la misma trayectoria de la “revolución bolivariana”, la cual también comenzó negando la posibilidad de que se tratara de otra de las salidas caudillistas de siempre y, en segundo lugar –en contradicción abierta con lo anterior– aseguró la perpetuación del partido oficialista en el poder.
Este fue el libreto venezolano y de otras “revoluciones democráticas” de
nuestro continente. La pregunta, entonces, no es tanto por qué Morales quiere reelegirse, sino por qué emerge de tanto en tanto, en Latinoamérica, un ideario político tendiente a alterar o incluso a romper las reglas democráticas para asegurar el uso del poder a un determinado caudillo (cuyos seguidores consideran es “el único capaz de gobernar el país”); muy importante es anotar que esto se logra con la aprobación entusiasta de la mayoría de la población.
nuestro continente. La pregunta, entonces, no es tanto por qué Morales quiere reelegirse, sino por qué emerge de tanto en tanto, en Latinoamérica, un ideario político tendiente a alterar o incluso a romper las reglas democráticas para asegurar el uso del poder a un determinado caudillo (cuyos seguidores consideran es “el único capaz de gobernar el país”); muy importante es anotar que esto se logra con la aprobación entusiasta de la mayoría de la población.
Maniobras de este tipo simplemente serían impensables en los países democráticos avanzados. ¿Cómo explicar este fenómeno? Una forma es verlo como el resultado de una oposición entre diferentes concepciones de la democracia. La prevaleciente en el primer mundo (como resultado de una trágica experiencia histórica), escoge este régimen por su capacidad para reducir el poder político a un estado de impotencia. En tal caso la democracia permite, mediante un conjunto de garantías, separaciones, balances y controles, esterilizar al poder para que no sea capaz de apabullar a la sociedad.
Trasplantado a los países latinoamericanos, este poder limitado por el respeto a minorías aborrecibles (“neoliberales”, “vendepatrias”, explotadoras, etc.) se considera un poder insuficiente y pusilánime, que no sirve para expandir la igualdad y la justicia social, tan escasas y, a la vez, tan necesarias en nuestro continente. A este poder “despojado” se le critica la neutralidad, la pasividad ideológica; se lo califica despectivamente de “reglamentario” y “formal”.
Por esta razón, si en las democracias del primer mundo, mediante un cuidadoso dispositivo, se procura mantener impotente al poder, en Latinoamérica surge, una y otra vez, la demanda de devolverle el poder al poder; para lo cual hace falta, como es lógico, desmontar los procedimientos que impiden a los gobernantes hacer tabula rasa, entre ellos la prohibición de la reelección, o su autorización condicionada al cumplimiento de una serie de medidas de seguridad. El partido y el caudillo que creen portar la igualdad y la justicia social no pueden por supuesto aspirar a un poder “formal”, sino, por el contrario, pretenden un poder lo más real y amplio posible, y esto implica la extensión del mismo por un tiempo extraordinario, que en el caso de Morales y el MAS, según se ha dicho, pretende ser de “cincuenta años”.
La población, ansiosa de tomar revancha de los malos gobernantes del pasado y esperanzada por la posibilidad de que un poder fuerte y justiciero logre al fin sacarla adelante, aplaude o, como máximo, mira a otro lado. Las argucias empleadas para autorizar la nueva reelección sin reformar la Constitución –como debería hacerse– no son el problema (o, mejor, son un problema menor) respecto a esta acción –y omisión– colectivas.
Todo el Estado enfilado, cuatro años antes de que sea necesario, a la reproducción del poder de una persona, lo que sume a la oposición en el caos… ¿no es éste el escenario ideal para la personalidad que triunfa cuando caen los mecanismos de control del poder, esto es, la “personalidad autoritaria”? Gracias al estupor o el apoyo de las masas, no otra es la clase de personalidad que predomina hoy en el país: la que ha hecho de su propio poder una proyección necesaria –y por tanto perpetua– de su odio y desprecio a las minorías que disienten.
¡Pobre Bolivia! Ya nada ni nadie la protege de los malos gobernantes; ya nada ni nadie preserva el pluralismo social. Sólo una verdad, la impuesta desde el Estado, campea y triunfa, convirtiéndonos a todos en sus prisioneros.
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