Una declaración de preferencias: el autor exalta la literatura que se plantea como un juego de palabras, antes que como un “espejo de la realidad”.
En los años cuarenta, Raymond Queneau escribió diez sonetos con la misma rima. Luego propuso que se intercambiara los versos de estos sonetos (el verso 1 del soneto 1 con el verso 1 del soneto 2, con el del soneto 3 y así sucesivamente; luego los demás versos de todos los sonetos). Potencialmente, el libro contenía 1014 sonetos. Por eso se llamaba Un billón de poemas. Se necesitaría millones de años para leerlo completo.
Otro libro de Queneau es Ejercicios de estilo, en el que cuenta un mismo incidente ferroviario de 99 formas distintas. Al principio, Queneau había sido surrealista, pero los experimentos de este grupo (la escritura automática, la redacción colectiva, la recapitulación de los sueños) no coincidían con su racionalismo ni con sus aficiones matemáticas y lógicas. Creó la antípoda. Si el surrealismo buscaba ponerse bajo la dirección del azar, su laboratorio (Oulipo) se consagró al anti-azar. La idea era encarar la literatura como un juego de palabras, esto es, como una actividad que pone en juego palabras; que trata del lenguaje, y por tanto es del lenguaje de lo que se trata. La literatura se convierte así en matemáticas: un sistema autónomo que no se deriva de la realidad, sino de un puñado de reglas convencionales.
Este fue el reflejo literario del llamado “giro hacia el lenguaje” que un poco antes emprendieron los positivistas lógicos. Como se sabe, estos teóricos planteaban que los problemas filosóficos no son más que: a) asuntos imaginarios, ante los que “lo único que cabe es callar” (como dijo célebremente Wittgenstein), o b) inexactitudes de expresión, que la filosofía debe aclarar y corregir. Si el hombre conoce a través del lenguaje, entonces el trabajo lingüístico le debe permitir conocer mejor. La filosofía de la ciencia, por ejemplo, sólo debe ocuparse de establecer los términos en los que el trabajo de los científicos es factible de interpretar y debatir.
A finales de los sesenta, Ítalo Calvino escribe libros que se basan en las figuras del tarot y luego “Las ciudades invisibles”, completamente dedicado a la descripción de ciudades fantásticas, ciudades subterráneas, aéreas, arbóreas, arácnidas, tubulares, helicoidales, citoplasmáticas, muertas, espectrales, renacientes, divisibles e indivisibles. En los setenta publica su famosa “Si una noche de invierno un viajero…” compuesta sólo por comienzos de novelas que súbitamente se truncan. Y “Palomar”, un libro de descripción pura.
En la misma época, Georges Perec da a luz “La disparition”, una novela donde no aparece nunca la letra “e”, la más usada de la lengua francesa, y luego, entre otros libros, “El hombre que duerme”, cuyo narrador habla todo el tiempo en segunda persona, como si le contara a un amnésico o a un borracho lo que hizo mientras estaba inconsciente. El primer capítulo de esta obra es una descripción exhaustiva de lo que uno “ve” con los ojos cerrados. Otro libro de Perec, “El gabinete de un aficionado”, es, todo él, una exasperante descripción de cuadros.
Pero se dice que su obra maestra es otra novela, que desgraciadamente no he podido leer: “La vida. Instrucciones de uso”. Habla de la vida de los habitantes de un edificio. El movimiento del narrador por los pisos y las estancias repite el del caballo del ajedrez. Y, como si todo esto no fuera suficiente, los personajes y sus circunstancias están detenidos en el tiempo, congelados.
Perec también fue documentalista, bibliotecario, aficionado a la neurofisiología y creador de crucigramas dominicales. Murió a una edad que resulta increíble: 46 años.
Al final, es cierto, los experimentalistas terminaron agotando a la platea. Son difíciles de leer y a veces resultan abrumadores. La gente se pregunta ¿por qué infligir unos límites artificiales a la obra, algunos tan drásticos como el uso de cuatro vocales en lugar de cinco, o la prohibición de cambiar de punto de vista narrativo? ¿Por qué pensar que las grillas y las reglas forzosas excitan la creatividad en lugar de coartarla, como parecería natural?
En algún momento se dijo que esta literatura (y otras concomitantes, como el “nouveau roman”) era como una disección, como una hoja seca en un herbario; que estaba desprovista de movimiento y verdad. Se dijo que la literatura no es un juego, sino tres palabras terminadas en “on”: pasión, emoción, expresión. Y entonces sobrevino el boom latinoamericano, ubérrimo como el propio continente; también lúdico, pero que nunca sacó su espíritu juguetón de los desafíos de la razón, sino de las ya mencionadas palabritas que finalizan en “on”.
Sin embargo, la concepción de la literatura como un rompecabezas delicado, refinado y sorprendente, no ha desaparecido del todo, en especial en Francia. Así tenemos a Pierre Michon, por ejemplo. Una suerte para quienes pensamos que si bien la vida se entiende mejor teniendo en cuenta las palabras que terminan en “on” (y por eso el existencialismo nos conmueve más, sin contar con que podemos tomar de él las pautas éticas que el racionalismo simplemente es incapaz de dar), también creemos que la más sofisticaba y reconfortante forma de evasión literaria (que por cierto también puede producir una fuerte emoción) se obtiene observando el devanarse los sesos, el contorsionarse violentamente, el desespero… en fin, la lucha a muerte entre el autor y las (sus) palabras.
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