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jueves, 16 de diciembre de 2010

Revolución del campo político boliviano

Un intento de usar el vocabulario de Bourdieu para reflejar cómo los cambios políticos provocan alteraciones en otros "campos".
Alberto y Fernando García, creadores de este libro, lo titularon Mutaciones del campo político, una elección que nos introduce, claro, en el “universo Pierre Bourdieu”. Aunque no me considero habitante de este universo y definitivamente huiría de algunos de sus mundos –pese a que disfruto intensamente de otros–, voy a continuar la incitación de Alberto y Fernando, tratando de explicar el libro que se presenta esta noche como una interpretación plural, con múltiples voces, de la revolución del campo político boliviano.

Dice Bourdieu que el campo político tiene historia. Esto significa que evoluciona, y también que, en contados casos, como en el boliviano, se revoluciona; en la última década, los cambios en el campo político boliviano no han sido parciales, sino con aspiración de completitud; Bolivia, podría decirse, estuvo por una década “en obras”; hubo una reforma –de menor o mayor magnitud– en todas y cada una de las áreas del campo. Este libro intenta hacer un inventario de las principales de ellas.
El campo político es, primero que nada, un campo de fuerzas. Esto significa que es un espacio en el que se producen consensos, pero también disensos. Siempre hay lucha en el campo político; esta nunca cesa. Lo que sí cambia entre un momento histórico y otro es el estatuto que organiza dicho disenso; que le confiere un marco, lo circunscribe, canaliza y, en último término, limita.
En los años 90, este estatuto era tal que pedía que el debate político se produjera en los términos implicados y acotados por un trío de acontecimientos históricos (que, aunque sucedidos en Bolivia, reflejaban y al mismo tiempo constituían las tendencias internacionales de la época). Esta triada era: inflación y bancarrota del Estado, lo que tuvo efectos psicológicos y por tanto políticos de gran alcance sobre la población; desarticulación de los movimientos sociales, como resultado de la disolución del proletariado minero en 1986, y, simétricamente, la emergencia de un grupo de partidos políticos que se erigieron en las principales instituciones del campo; y, tercero, la sustitución del discurso simbólico sobre el orden político por enfoques pragmáticos sobre la inducción y difusión del desarrollo.
El disenso, entonces, a partir de entonces, estuvo implicado y contenido por estos tres acontecimientos sociales. Quien pretendía participar en el campo político tenía que hacerse cargo de esto. Si se negaba y trataba de enunciar un mensaje desde una perspectiva previa o indiferente al nomos de referencia –como por ejemplo intentaron hacer el trotskista Guillermo Lora, ignorando la derrota obrera, o las federaciones de cultivadores de coca, en choque frontal con los partidos dominantes–  simplemente era excluido por la propia lógica del proceso de toma de decisiones, o, como máximo, admitido en los bordes, en una posición marginal.
Hoy, después de 25 años, la reglamentación que traza las fronteras del campo político, que separa los miembros legítimos de quienes no lo son, y que concede reconocimiento y prestigio (o “capitales”) políticos a los participantes, resulta completamente diferente.
Para mantener la simetría, mencionaré otros tres hechos históricos que han confluido para producir este salto. Una vez más, tienen carácter nacional, pero reflejan y contribuyen a un giro de índole internacional. Primero, el fracaso del proyecto de modernización del país por medio de la privatización transnacional de las actividades económicas más rentables; segundo, la sustitución, a consecuencia de los disturbios que provocó el mencionado fracaso económico, de los partidos del antiguo campo político, y sus élites, por otras formas organizativas, denominadas genéricamente movimientos sociales, y sus respectivas contra-élites (o lo que en otro universo conceptual podríamos llamar “revolución política”); y tercero, la repolitización del pensamiento social, como resultado de la incapacidad del discurso técnico-positivista de los años 90 para llenar el espacio de cohesión que había dejado vacante el sueño nacionalista que cayó herido por la hiperinflación y el sueño marxista que se derrumbó en Berlín... El discurso neoliberal fue incapaz de construir un relato de la historia y el porvenir que pudiera compararse con estos otros, y mucho menos movilizar al país en torno a él; en parte porque al descuidar el plano de los valores se empobreció hasta convertirse en un recetario de macroeconomía, y en parte porque fue contrastado y refutado, cotidianamente, por la práctica de los políticos que lo usaban para operar con legitimidad al mismo tiempo que se aprovechaban escandalosamente del ejercicio público.
Hoy el campo político tiene una constitución (gracias, entre otras cosas, a la Constitución aprobada en 2009) que ordena el disenso a fin de impedir las recaídas en las antiguas posiciones de enunciación política. El disenso admitido por el campo (que no debe confundirse con el Gobierno, que es el principal núcleo del campo político, pero no lo agota), este disenso tiene que producirse dentro los marcos del llamado “proceso de cambio”. De ahí la mayor capacidad interpelante de los partidos y líderes disidentes del MAS, pero que se consideran parte del “proceso de cambio” y no ajenos a él.
Al mismo tiempo, hay una larga lista de tomas de posición que no se pueden realizar sin pérdida de reputación y de jerarquía dentro del campo político, como criticar el papel del Estado como agente del desarrollo, valorar positivamente a los llamados “partidos neoliberales”, en cualquier terreno que sea, observar las deficiencias de los movimientos sociales o adoptar concepciones teóricas de tipo institucionalista, es decir, pragmático, con preferencia a las teorías que se justifican por alguna clase de teleología histórica. La reflexión y la práctica de índole simbólica son más apreciadas que las ciencias aplicadas y las conductas escépticas y laicas. Si en los años 90 hubo un giro hacia la teoría de las elecciones racionales, en este momento retornamos a la visión de lo social como un todo orgánico, espiritual, indivisible, sagrado y con destino.
Incluso el vocabulario apropiado, y las nociones de lo políticamente correcto hacen juego con este conjunto de prescripciones de la conducta política. En los siguientes binomios: “pueblo-población”, “multitud-clase”, “Estado-ciudadanía”, “plurinacional-nacional”, “derechos-deberes”, “lucha-pacto”, “imperio-imperialismo”,  etc., uno de los elementos está cargado de una aceptación y familiaridad del que el otro carece, o que tuvo y perdió. Es políticamente correcto un mestizo que trata de parecer indio, pero no un indio que procura mimetizarse con los mestizos. Es políticamente correcto recordar un pasado izquierdista, pero no un “desliz neoliberal”, etc.
También han variado las conductas que se considera valiosas: por ejemplo, viajar para hablar con la gente es preferible a trabajar en un despacho, la espontaneidad es preferible a la mesura, el deporte al ocio, la seducción amorosa a la borrachera, la labor sindical o estatal a la familiar, y la honradez es preferible a la capacidad. Algunas estas elecciones eran exactamente las inversas en el periodo anterior. La mayoría, claro, derivan del código ético personal del presidente Evo Morales, lo que no es extraño, ya que en el campo político siempre se presentan fenómenos de emulación y modas. Las modas están cargadas de fuerza política. Hoy está de moda la coca, el aguayo, la música autóctona, el rap aymara; el inglés ha perdido la enorme importancia que tenía antes, cuando gobernaba el ex presidente Sánchez de Lozada y virtualmente era un requisito para ascender en la jerarquía del más importante partido de entonces (a propósito, tampoco es políticamente correcto llamar a Sánchez de Lozada, el principal representante de las élites caídas, “ex presidente”, como acabo de hacer yo). La vestimenta que se usa dentro del campo político ha cambiado casi del todo: se ha erradicado la corbata y los trajes azules de las reuniones, que antes eran infaltables; se ha introducido atuendos indígenas, deportivos, hippies, que antes eran impensables, etc.
En fin, puede decirse que las mutaciones del campo político, en un país en el que la actividad de organización de la voluntad pública tiene una importancia crucial, pues es el principal medio de apropiación de ingresos y de movilidad social, también causan mutaciones todos los demás campos. En el campo empresarial, se comienzan a hacer pactos con las comunidades indígenas que reciben el nombre de “responsabilidad social”; se crea consejos asesores en los que participan personalidades cercanas al gobierno. En el campo literario, sube el prestigio de un escritor iconoclasta y “cholo” como Adolfo Cárdenas, y baja el de Edmundo Paz Soldán, que escribe desde Estados Unidos historias de jóvenes de clase media. En el campo cinematográfico, el cineasta que contaba las anécdotas de personajes marcados por su esnobismo clasista, se dedica ahora, en Zona Sur, a recrear las relaciones interétnicas del país. 
Todo esto pasa porque el campo político es una construcción irradiante. Al mismo tiempo, es centrípeto: dentro de él siempre hay un agente o un grupo de agentes predominantes, los que interpretan mejor su lógica y se hacen responsables de conservarla. Este núcleo ahora es el MAS y por eso digo, en mi trabajo dentro del libro que estamos presentando, que el MAS “ocupa el centro de la política boliviana”. Este ensayo no usa la nomenclatura de Bourdieu, y por eso se refiere al cambio del campo político como el desplazamiento del centro político, lo que no debe entenderse en el sentido ideológico del término, sino como una metáfora de naturaleza física. En Bolivia se ha modificado es el “centro de gravedad” de la política, o, si se quiere, para seguir coqueteando con Bourdieu, el punto de equilibrio (y, por tanto, de control) de las fuerzas del campo.  
Esto también es lo que se esconde detrás de la afirmación de Pablo Stefanoni, que anota la “extraordinaria credibilidad (de Evo Morales) a la hora de dividir el campo político entre lo nuevo (él mismo y el MAS) y lo viejo (el conjunto de la ‘oposición neoliberal y neocolonial’), con inconmensurables réditos políticos”. Stefanoni, junto con Hervé Do Alto, estudian al MAS, para seguir con las metáforas sacadas de las ciencias naturales, como si fuera un magneto eléctrico, que gracias a su alta carga atrae no solamente los demás campos en dirección al campo político, con cuyos bordes se solapan, provocando así las mutación aquí descriptas en todo el sistema de ideas, conductas y expectativas de la sociedad. También el MAS atrae política y físicamente a la mayor parte de los agentes existentes en el campo, sacándolos no sólo de entre los activistas decepcionados por las tristes realidades de la actividad política pasada; altamente disponibles respecto a las señales de cambio; el MAS también atrae al grueso de los agentes que actuaron en los partidos anteriores, y que no buscan premios simbólicos y morales, sino su parte ene aquello que constituye el “hueso pelado” de todo campo político, a saber, el poder burocrático y el poder económico. Stefanoni y Do Alto señalan con una precisión que se origina en una investigación cuidadosa, el comportamiento de este fenómeno eléctrico, y sus posibles implicaciones para la estabilidad del campo político.
Por último está la oposición política boliviana, que hoy nos recuerda a Dolly del Mago de Oz, una chica más o menos perpleja que resulta trasladada por un tornado desde su tranquila casa en Arkansas y hasta un reino inverosímil, en el que se topa con criaturas que parecen sacadas de sus pesadillas. Bajo un nuevo estatuto del disenso legítimo, la oposición se enfrenta a la necesidad de eludir la capacidad de Morales para clasificar, admitir y expulsar a los agentes y las agencias del campo político, es decir, para administrar la relación fuerzas en su beneficio. El poder con que cuenta los partidos anti-MAS es demasiado pequeño para que puedan actuar aisladamente, pero su asociación, en la medida en que los coloca en una posición de enunciación híbrida y ambigua, facilita la labor del MAS para descentrarlos respecto al eje del campo político. Por otra parte, la oposición está obligada a enfrentarse con el MAS para tratar de reapropiarse de un lugar en este campo, actualmente monopolizado por el partido oficialista. Si trata de flanquear, como hizo Unidad Nacional en las elecciones de 2009, ha sido peor. Pero el choque directo contra el MAS es comparable atacar a la Medusa, monstruo mitológico que, como se sabe, convertía en piedra a quienes lo miraban. Así, los partidos de oposición quedan una y otra vez petrificados por la prestidigitación masista, que no es otra cosa más que una manipulación exitosa de las fuerzas activas en el campo político. No es Evo Morales quien, solo y por sus propias fuerzas, destierra a la oposición del campo político, sino la combinación, por ahora virtuosa, entre caudillo, movimiento y disposición de la voluntad popular. Por tanto, la oposición debe interferir y producir rupturas en esta serie, para lo que requiere acumular más poder del que ahora tiene. Ahora bien, esto sólo puede hacerse dentro del campo político.
Así que la oposición parece condenada por la historia a entrar en un juego en el que las reglas y las condiciones performativas favorecerán necesariamente a su adversario: si critica a éste (tal es el juego de la política) da un paso fuera del “proceso de cambio”, y queda petrificada por la mirada dominante; si en cambio no critica al MAS y se declara parte del “proceso de cambio”, como el MSM, corre el riesgo de volverse superflua, es decir, de perder su capacidad de agencia política. No hay ninguna razón para que, en el campo político, las fuerzas que imitan y son sombras de otras, logren imponerse; en política los paradigmas no inspiran, devoran a quienes los siguen.
La única opción para la oposición, entonces, parece ser generar y fortalecer las instituciones del campo político que podrían controlar el ejercicio masista del poder, y esto la conduce, y al mismo tiempo las confina, en el discurso institucionalista-democrático, que hoy, por las propias características del campo, no tiene mucha potencialidad política.
Estos dilemas estratégicos y las desventuras de la oposición en los últimos años son señalados e en mi ensayo y desarrollados con prolijidad y pertinencia por María Teresa Zegarra.     
Para concluir quiero señalar que la revolución de campo político boliviano, en la medida en que ha desajustado todos los tornillos y movido todas las piezas de la estructura política del país, fue un proceso de enorme, gozosa y creativa libertad política, aunque también de violenta confrontación entre los intereses y los bandos del viejo y nuevo orden político. Este tiempo ha acabado. Hoy existen notorios indicios de que el campo político ya no se revoluciona, ni se instituye, sino que se asienta y estabiliza. Existe, por tanto, la posibilidad de que las élites actuales, que respecto al antiguo campo eran subversivas, se conviertan, respeto a los seres administrados y conducidos por ellas, en élites opresivas. Cuánto pondrán serlo dependerá de los contrafuerzas que puedan generarse en el futuro.
A nombre de todos los autores quiero agradecer a Alberto y Fernando García, Carlos Camargo del PNUD, Guido Riveros de la Fundación para la Democracia Multipartidaria y a todas las personas que hicieron posible la elaboración de este libro. Y en especial a las decenas de intelectuales, académicos y dirigentes políticos que se tomaron el trabajo se asistir a los conversatorios que se realizaron en diferentes ciudades del país, hicieron comentarios interesantes e inteligentes, y con justicia pueden considerarse coautores de nuestro trabajo.

Muchas gracias.



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