Russell en uno de sus libros de divulgación de los años 30 anticipa un género muy actual: los textos que debaten la felicidad.
Parecerá extraño que en esta columna, por donde han desfilado escritores modernos y aun modernísimos, traiga a colación al venerable Bertrand Russell y a una antigualla de los años treinta, La conquista de la felicidad. Puedo decir en mi descargo que este libro pertenece a un género que sí es el último grito de la moda, a cuyo consumo además están frenéticamente dedicadas la mayor parte de las “mises” de belleza:
la “autoayuda”. Y es que, pese al dictamen contrario de los filósofos (casi unánime pero con Russell, justamente, como una de las excepciones), las grandes multitudes –y las chicas lindas– siguen creyendo en la felicidad.
Los libros de autoayuda son normalmente de dos tipos: los que pretenden incitarte al éxito, a que andes por ahí en campaña promocional perpetua y robándole el queso al prójimo; y que infaliblemente terminan aumentando tu desasosiego. Y los que quieren transmitir rápidas y efectivas lecciones sobre cómo enfrascarse en la contemplación del ombligo. La vida es un cacahuate. ¿Acabas de perder a tu esposa y tu empleo?, ¿se ha incendiado tu casa? Relájate, brother; ¿has pensado en la cantidad de barriles que hay por ahí en los que podrías meterte?
La terapia de Russell es por supuesto otra y, por paradoja, extravagante: él recomienda el uso de la razón. Descontando a los hombres excesivamente desgraciados (por muy pobres o muy enfermos, o por estar esclavizados), los demás podemos proponernos, no tanto “ser mejores” –que eso a menudo conduce de vuelta al berenjenal–, sino “vivir mejor”, es decir, conforme al sentido común. Para Russell, la mayor parte de nuestros males proviene de un excesivo interés por nosotros mismos. De lo que resulta una sensación de insuficiente reconocimiento, de insuficiente amor, de insuficiente glamour, de insuficiente riqueza, de escasez de cambio. Sentimientos que venden libros de autoayuda y que, de paso, nos mantienen perpetuamente desdichados. Sentimientos que, además, tratamos de alejar mediante un activismo desaforado, metiéndonos una sobredosis de cualquier cosa: ejercicios, trabajo, amantes, alcohol. Y entonces terminamos peor que antes.
Los hombres razonablemente felices son los que logran interesarse por lo que los rodea; en primer lugar por los demás, que son la mar de divertidos, con tal de que tengamos la paciencia de leerlos, escucharlos y conversar con ellos. (Y con tal de que no esperemos que nos adoren todos, todo el tiempo). Pero también es necesario interesarse por alguna actividad sana. Un desdichado con hobby nunca es un infeliz. Recordemos lo que Cervantes y Gramsci hicieron en la cárcel. Y que al comenzar el partido, jamás se ha visto a un hincha triste.
Estuvo bueno aunq se queda como incompleto, ¿que hicieron Cervantes y Gramsci en la cárcel? (imagino q escribir)
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