El viaje mítico I
Cada vez hay menos religión en nuestras vidas, pero seguimos habitando un mundo mítico. La cultura moderna es un espejo astillado en el que se reflejan caóticamente pequeñas imágenes y fragmentos de un grandioso pasado, que así se nos revela deformemente. Los mitos nunca nos han abandonado. Librados desde su nacimiento a una constante metamorfosis, ahora la sufren con la velocidad y el extremismo que le imprimen las diversas industrias culturales. Y no solo estas. La Mitsubichi bautizó su última camioneta “Tritón”. En este caso es una empresa de comercio –japonesa, además– la que mete su mano en la profunda y tumultuosa bolsa de la cultura clásica, que es tanto como decir “occidental”. Pero no hay nadie que no lo haga. En Wikipedia, debajo de los artículos de mitología aparece a veces una lista de sus usos contemporáneos. Puede ser inacabable. En el Señor de los Anillos, Gandalf dice que no puede dejar pendiendo sobre el hobbit Frodo (que lleva el anillo del mal) esta “espada de Damocles”. Y de esta guisa…
A los griegos les hubiera parecido natural que los astrónomos siguieran aprovechando los mitos en dimensión cosmológica. Tampoco les habría extrañado que las cosmogonías de otras culturas, por ejemplo las de los pueblos precolombinos, hubieran llegado a nosotros a través del tamiz de la suya. Lo que sabemos de Inti, Mama Ocllo o Tunupa lo sabemos por las observaciones y los cuentos de unos hombres que pensaban en Hércules como hoy los adolescentes en el Hombre Araña. A propósito, el creador del Hombre Araña, Stan Lee, recibió hace poco su propia estrella en el Paseo de la Fama. Lee se hizo famoso por darle a los superhéroes de cómic, que ya existían antes de él, una naturaleza griega, que para la ocasión los periodistas tradujeron como “humana”. Hércules, hijo de Zeus y la mortal Alcmena, nació con súper fuerza pero, por lo mismo, condenado a penar: su súper fuerza (comparable con la de Dientes de Sable, de los X-Men) venía acompañada de la iracundia (ídem) y lo llevó a cometer un crimen horrendo: mató a sus propios hijos. Condena: 12 trabajos gloriosos.
El héroe pierde por alguna razón su condición de felicidad original, quiere retornar a ella, esto es, “a casa”, pero para ello primero necesita apurar una gran distancia –que es física pero simboliza la duración de cualquier proceso de maduración espiritual–, superar tremendos obstáculos, sus propios defectos, vencer a los otros y a sí mismo. El héroe (dios) pagano es siempre dudoso; nada que ver con el cristiano, que desde el comienzo de su misión ya no cesa de ser santo, es decir, un dechado de virtudes. San Ignacio fue un militar ímprobo, pero desde después de su conversión no se le conoce tacha. En su apogeo, Jasón se conchaba con una hechicera para conseguir el vellocino de oro. Lo que hizo Lee fue devolverles a sus personajes esta condición ambigua. Porque los superhéroes ya existían antes de él, es decir, 2.700 años antes…
¿Qué hace el héroe para llegar a serlo? Viaja. Desde el comienzo de nuestra cultura, el viaje real, el transporte de una persona o de un grupo de un lugar a otro, con grandes peligros, y el viaje como tránsito de una fase vital a otra, incluso como paso de la vida a la muerte, son anverso y reverso de la misma cosa. Como veremos en este libro, una de las formas básicas de los mitos es el viaje, incluso esa peculiar travesía a través del continuum de las formas que son las “metamorfosis”.
¿Podemos llamarnos América “Latina” si no conocemos y honramos a Ovidio, autor de esas narraciones de viajes –minúsculos o descomunales, según se vea– que se intitula Metamorfosis? Otro italiano, pero contemporáneo, Ítalo Calvino, cita a su paisano clásico como un ejemplo del valor literario de la “ligereza”. Teniendo a Ovidio como cabeza de la lista, yo incluiría también en ésta a Nathaniel Hawthorne, el escritor norteamericano decimonónico, que compuso esos alados (para usar un adjetivo caro a Homero) Mitos griegos contados otra vez. En uno de ellos, Homero se enfrenta al gigante Anteo, lo que, dadas las características de este, podría ser una ocasión de despliegue de la “pesantez” antes que de la “ligereza”. Pero Hawthorne cuenta la historia desde la perspectiva del pueblo de los pigmeos, que son los “Pulgarcitos” de la mitología. Y aunque este punto de vista lo obligue a levantar todo el tiempo la cabeza, lo salva con seguridad de la “pesantez”, puesto que pocos temas, si se exceptúa el de Ícaro, pueden ser tan móviles, y pocos personajes tan ágiles como estos hombrecitos que usan el pabellón de la oreja de Anteo, mientras este duerme la siesta, para resbalar sobre un palpitante tobogán de carne y vellos.
Anteo que se lavaba la cara en las nubes más bajas del cielo.
Luego de matarlo de una forma que les contaré otro día, Hércules se dirigió al Jardín de las Hespérides, ninfas que custodiaban (¿?) tres manzanas mágicas que concedían la inmortalidad. Cerca de allí, su padre, Atlas, soportaba sobre sus espaldas el firmamento. Ligereza frente a pesadez. Como Hércules no podía tomar directamente las manzanas del árbol, le pidió al divino Atlas que lo hiciera en su lugar; entre tanto, él lo reemplazarían con su súper fuerza por unos minutos. Atlas estaba harto de su papel, así que aceptó. Cogió las manzanas, pero luego anunció que se iría y dejaría a Hércules definitivamente allí, encorvado bajo el cosmos; éste, ligero como un pigmeo, tuvo que volverlo a engañar: “tenme un ratito esto, Atlas –le dijo–, que quiero acomodarme la capa”. Atlas era un titán y, por tanto, cerrado de mollera. Cayó, cogió el cielo y en ese instante Hércules salió pitando.
Esto ocurrió, para los antiguos, en el Jardín de las Hespérides, es decir, como nos recuerda en un bello ensayo Margarite Yourcenar, en Andalucía, en la frontera oeste, junto al río Océano, donde entonces terminaba el mundo. Justo el sitio de donde partieron los nuevos argonautas en el viaje mítico que nos creó a nosotros. Hijos de Hispania, no lo olvidéis. Pero en viaje, siempre en viaje…
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